Alex Steinweiss

 

Poderosas, hipnóticas y evocadoras, las portadas de discos ponen en imágenes la música que contienen. Alex Steinweiss las inventó un día de 1940. El mundo del diseño gráfico recupera el legado de uno de sus pioneros más sobresalientes pero menos recordados.
En 1940, el diseñador gráfico Alex Steinweiss estaba gobernado por la clase de entusiasmo y ambición que solo se tienen a los 23 años. Había sido contratado el año anterior en Columbia, la compañía que Ted Wallerstein creó al filo de la Segunda Guerra Mundial para producir aquellos viejos discos, sólidos como el progreso, que corrían a 78 revoluciones por minuto. Pese a su corta experiencia en el negocio, el joven Steinweiss hallaba ya pocos alicientes en la creación de afiches y anuncios para los álbumes de aspecto anodino que se enfundaban en anónimos cartones, quedaban agrupados al modo de libros de piel falsa y contenían música clásica, jazz, espectáculos teatrales y los primeros balbuceos pop. Así que convenció a sus jefes. ¿Y si plasmaban en imágenes las canciones contenidas en esas circunferencias negras de anchos surcos? Encarecería la producción, pero parecía una buena idea. Así fue como las modernas portadas de discos, esas metonimias estéticas, aquellos verdaderos trampolines para soñar las melodías, quedaron inventadas.
Las cosas se hicieron, claro está, como antes, cuando la música ocupaba un lugar en la vida de las personas y los cantos de los álbumes, de tan físicos, podían ser empleados como armas blancas. Steinweiss cogió a un fotógrafo de la compañía (con sede en la aislada Bridgeport, en Connecticut) y se presentó en el teatro Imperial, en la calle 45 Oeste de Manhattan. Ambos convencieron al dueño de cambiar, durante el tiempo que se tarda en tomar una imagen, las letras luminosas de la marquesina. Compusieron el mensaje de la pieza que venían a ilustrar: Smash Song Hits, by Rodgers & Hart, compositores del Gran Cancionero Americano, interpretados por la Orquesta Imperial de Rich Rodgers. El puente gráfico con el viejo mundo quedó tendido sobre el fondo negro de la portada; unos círculos concéntricos rojos remitían a los surcos que seguían aguardando a la aguja del tocadiscos en el interior.
«Deseaba que la gente escuchase la música con solo mirar el arte de los álbumes», escribe Steinweiss, que el jueves cumplirá 94 años en su casa de Sarasota (Florida). El texto abre el exquisito libro que le dedica la editorial Taschen, The inventor of the modern album cover: un voluminoso acto de justicia poética con uno de los «verdaderos pioneros del diseño gráfico, que languidecía ajeno a la consideración académica que sin duda merece», según explicaba recientemente al teléfono desde su estudio neoyorquino Steven Heller, autoridad mundial en la materia y autor del extenso recorrido por la vida de Steinweiss que centra el libro en términos biográficos.
Aunque los textos son lo de menos aquí. A tamaño casi sobrenatural se reproducen anuncios, bocetos, pinturas y, sobre todo, unas 400 de aquellas portadas que, primero para álbumes de pizarra y luego para sencillos de 45 revoluciones y elepés de larga duración, Steinweiss creó hasta su retirada en 1972, cuando el devenir de todas las cosas pop, la generalización de la fotografía como vía para ilustrar las tapas de los discos y el afán de protagonismo de las estrellas hicieron inviable su forma de ver el negocio. Atrás quedaba un cuerpo artístico de poderosas imágenes. Optimistas, desafiantes, ingeniosas y obligatoriamente artesanales por las propias limitaciones de las empresas, sobre todo Columbia, con sede en un poblacho, para las que trabajó. Un mundo de colores planos y rotundas metáforas que, como explica Heller, funcionaron como la perfecta adaptación al mercado de masas estadounidense del ideal modernista y de las enseñanzas de la Bauhaus, del grupo De Stijl y del constructivismo ruso, que lograron identificar a principios del siglo XX el diseño gráfico con el progreso, la contemporaneidad y la posibilidad de un mundo mejor y más proporcionado.
También se incluyen, claro, los destellos de poderosa iconografía entre el sobresaliente nivel del artesano. Portadas que hicieron historia, como la recopilación de piano Boogie Woogie, que reunía, entre otros, a Meade Lux Lewis, Albert Ammons o Count Basie tras la ilustración de dos manos gigantes (una negra y otra blanca, metáfora de la excepción interracial del jazz de la época) prestas a tocar un piano diminuto. O Songs for free men, del cantante de góspel Paul Robeson, en la que un brazo liberado de sus cadenas apuñala a una serpiente nazi. O aquella interpretación de la Sinfonía Heroica, de Beethoven, que, según una investigación de principios de los cuarenta del semanario Newsweek, aumentó, ilustrada por Steinweiss, los beneficios de venta en un 895% respecto a su anterior versión en insípido cartón.
No fue aquella la única vez que haría ganar dinero a Columbia este hijo de pobres inmigrantes polacos, alumno del entusiasta diseñador Leon Friend y enamorado de la misma mujer, Blanche Winnipolsky, durante ocho décadas hasta la muerte de esta hace dos años.
Un día de 1948, el mandamás de Columbia puso un disco mientras ambos comían en un despacho de la oficina. «Entonces», recuerda Steinweiss, «estabas acostumbrado al cambio de cara cada cuatro o cinco minutos. Pero aquel duraba unos 15 o 20. ‘¿Qué demonios es esto?’, pregunté. ‘Estás escuchando el primer prensaje de un elepé de larga duración’, contestó Wallerstein». Acto seguido, el diseñador escuchó una solución -la invención de la tecnología del microsurco por parte del doctor Peter Goldmark permitía ampliar la capacidad de almacenaje por cada cara-, acompañada de un reto: «Tenemos un problema de embalaje». Tras aquella conversación, Steinweiss no solo inventó la funda de los discos de vinilo tal como aún la conocemos hoy (y que lo era todo hasta la generalización del CD en 1989), sino que creó el logotipo del Lp (así, la primera en mayúscula y la segunda en minúscula) que usaría la industria durante años.
Su arte se adaptó bien al nuevo formato, aunque en los cincuenta diversificaría sus esfuerzos en disciplinas como la publicidad y el cine. En los discos dejó de trabajar con exclusividad para Columbia (Decca, London o Everest contrataron sus servicios) y empezó a adoptar derivas más abstractas a menudo bajo el seudónimo de Piedra Blanca (sic). En su vieja casa, el nuevo genio infalible pasó a ser Jim Flora, a quien el propio Steinweiss contrató, y que pasó a la historia por sus ilustraciones, más escoradas hacia el mundo del cómic y los rincones oscuros de la mente, para álbumes de jazz.
El hilo genealógico de nuestro hombre, que desde los setenta vive en Florida dedicado a la pintura, quedó tendido, pues, a través de Flora, sí, pero también de los impecables diseños de Reid Miles para Blue Note, de los discos de jazz de Contemporary y Prestige Records o de las portadas de Tete Montoliu y Nuria Feliu en Edigsa. Steinweiss ha influido decisivamente en medio siglo de publicidad, así como en los sucesivos revivals de estilo hasta el actual resurgimiento del disco de vinilo. Un rescate que ha tenido reflejo en una curiosa tendencia editorial: la proliferación de libros recopilatorios de portadas como el que nos ocupa y a la que no solo Taschen ha prestado atención últimamente (tiempo en el que han editado misceláneas consagradas al jazz, al funk y al soul y al rock en general). Sellos independientes como Soul Jazz recopilan tapas de discos raros de free o de música brasileña. Y la también alemana Gestalten consagra un volumen a las revoluciones estéticas de los viejos elepés de clásica que hoy día, ay, se venden por metros en los mercados de pulgas.
«Están destinados a los diseñadores, siempre sedientos de ideas, y a un público coleccionista de discos, claro está, y también a esos chicos que se descargan música, pero encuentran como un artefacto cool el viejo formato. Se sienten lejos de la nostalgia, aunque disfrutan estéticamente con esas portadas», explica desde Londres el brasileño Julius Wiedemann, editor en Taschen de libros de tecnología, diseño y cultura pop. Aclara, con todo, que el proyecto de Steinweiss nació en las oficinas de Los Ángeles de la editorial.
Surgió de la certeza, adquirida por el creador de portadas de Madonna o Beck, Kevin Reagan, promotor de la idea, de que el inventor de la moderna tapa de álbum era, cuando él supo de su existencia en 2003, todo un «desconocido incluso para los miembros de la industria». Junto con la editora Nina Wiener emprendió un trabajo de dos años que consistió en rebuscar en los archivos de la vieja leyenda para sacarlos a la luz de su dorado retiro en Florida.
El resultado -«el sueño hecho realidad de los coleccionistas de Steinweiss», según Wiener- llega ahora a las librerías españolas como un canto a las excelencias del trabajo de un pionero, pero también al inagotable poder hipnótico de la portada de un disco, fortalecido en estos tiempos en los que el medio va dejando de ser el mensaje. Aquellos elepés aún siguen funcionando como ventanas a otros mundos mejores, como billetes a lugares en los que uno se quedaría a vivir eternamente durante un instante, y hasta como marcos a los que dedicar todo un libro de pensamiento, a la manera del filósofo José Luis Pardo en su iluminador ensayo Esto no es música, en el que la portada más famosa de todos los tiempos (el Sgt. Pepper’s que sir Peter Blake diseñó para The Beatles) servía para explicar el estado de malestar (virtual) que nos embarga. Un mundo en el que la historia de Steinweiss se presenta como una inesperada y reconfortante visita del pasado.


Escrito por Iker Seisdedos. Publicado en El País Semanal nº 1799, el 20 de marzo de 2011